martes, 2 de octubre de 2012

Anotaciones a la II parte "De cómo Grecia construyó al hombre"


1. Relación entre paideia y areté: Veamos la explicación de Werner Jaeger acerca de la relación entre el concepto de paideia y la areté griega:

"No es posible tomar la historia de la palabra griega paideia como hilo conductor para estudiar el origen de la educación griega, como a primera vista pudiera parecer, puesto que esta palabra no aparece sino hasta el siglo V. (...) El tema esencial de la historia de la educación griega es más bien el concepto de areté, que se remonta a los tiempos más antiguos. El castellano actual no ofrece un equivalente exacto de la palabra. La palabra virtud en su acepción no atenuada por el uso puramente moral, como expresión del más alto ideal caballeresco unido a una conducta cortesana y selecta y al heroísmo guerrero, expresaría acaso el sentido de la palabra griega (...). En el concepto de la areté se concentra el ideal educador de este periodo en su forma más pura. (JAEGER, Paideia, pp. 20-21)

Alfonso Reyes recoge sintéticamente, en esta segunda parte, las ideas introductorias de Jaeger acerca de la formación del primer grupo social, que constituye la nobleza, en el que se inicia el proceso de formación del ciudadano (hombre de la polis). Se trata de un grupo selecto que se caracteriza tanto por tu temple físico (fuerza guerrera) como por su conducta irreprochable (nobleza, honor). La literatura homérica presenta a estos hombres como héroes que luchan, que se esfuerzan, que encarnan unos valores públicos. Ellos reciben una formación en la areté, es decir, en la virtud. Se trata de los héroes.

Algunos ejemplos que encontramos en la Ilíada:

"Aquellos fueron los terrestres que más fuertes se criaron.
Los más fuertes fueron y con los más fuertes combatieron,
con las montareces bestias, que de modo asombroso aniquilaron" (Canto I, 254-285)

"Oíd, hermanas nereidas, para que sepáis cuántas penas sufre mi corazón. ¡Ay de mí, desgraciada! ¡Ay de mí, madre infeliz de un valiente! Parí un hijo ilustre, fuerte e insigne entre los héroes, que creció semejante a un árbol; le crié como a una planta en terreno fértil y le mandé a Ilión en las corvas naves para que combatiera con los teucros" (Canto XVIII, 52-65)

2. Discurso de Fénix: Aparece en el canto noveno de la Ilíada. He aquí el fragmento que nos interesa:

"Si piensas en el regreso, preclaro Aquiles, y te niegas en absoluto a defender del voraz fuego las veleras naves porque la ira penetró en tu corazón, ¿cómo podría quedarme solo y sin ti, hijo querido? El anciano jinete Peleo quiso que yo te acompañase el día en que te envió desde Ptía a Agamenón, todavía niño y sin experiencia de la funesta guerra ni del ágora, donde los varones se hacen ilustres; y me mandó que te enseñara a hablar bien, y a realizar grandes hechos (...) ¡Cuántas veces durante la molesta infancia me manchaste la túnica en el pecho con el vino que devolvías! Mucho padecí y trabajé por tu causa, y considerando que los dioses no me habían dado descendencia, te adopté por hijo, ¡oh Aquiles, semejante a los dioses!, para que un día me librases del cruel infortunio. Pero, Aquiles, refrena tu ánimo fogoso; no conviene que tengas un corazón despiadado, cuando los dioses mismos se dejan aplacar, no obstante su mayor virtud, dignidad y poder"

3. Discurso de Diótima: Quizás Reyes se esté refiriendo, específicamente, a este fragmento del diálogo entre Sócrates y Diótima que recoge Platón en El Banquete. Diótima habla del deseo de perpetuación que tienen las personas, tanto en su capacidad de engrendrar hijos, como en su afán de perpetuar sus ideas:

"Y ella, como los auténticos sofistas, me contestó: –Por supuesto, Sócrates, ya que, si quieres reparar en el amor de los hombres por los honores, te quedarías asombrado también de su irracionalidad, a menos que medites en relación con lo que yo he dicho, considerando en qué terrible estado se encuentran por el amor de llegar a ser famosos y dejar para siempre una fama inmortal. Por esto, aún más que por sus hijos, están dispuestos a arrostrar todos los peligros, a gastar su dinero, a soportar cualquier tipo de fatiga y a dar su vida. Pues, ¿crees tú que Alcestis hubiera muerto por Admeto o que Aquiles hubiera seguido en su muerte a Patroclo o que vuestro Codro se hubiera adelantado a morir por el reinado de sus hijos, si no hubiera creído que iba a quedar de ellos el recuerdo inmortal que ahora tenemos por su virtud?
Ni mucho menos, sino que más bien, creo yo, por inmortal virtud y por tal ilustre renombre todos hacen todo, y cuanto mejores sean, tanto más, pues aman lo que es inmortal. En consecuencia, los que son fecundos según el cuerpo se dirigen preferentemente a las mujeres y de esta manera son amantes, procurándose mediante la procreación de hijos inmortalidad, recuerdo y felicidad, según creen, para todo tiempo futuro. En cambio, los que son fecundos según el alma (...) pues hay, en efecto, quienes conciben en las almas aún más que en los cuerpos lo que corresponde al alma concebir y dar a luz. ¿Y qué es lo que le corresponde? El conocimiento y cualquier otra virtud, de las que precisamente son procreadores todos los poetas y cuantos artistas se dice que son inventores. Pero el conocimiento mayor y el más bello es, con mucho, la regulación de lo que concierne a las ciudades y familias, cuyo nombre es mesura y justicia" (PLATÓN, El Banquete, "Diálogo de Sócrates").

Ejercicio práctico
Confrontar la segunda parte del texto de Reyes con el siguiente artículo de Umberto Eco:


¿Acaso no tenemos vergüenza?, por Umberto Eco

Por Umberto Eco | 

Durante una reciente serie de eventos en Boloña, organizada por el diario italiano La Repubblica, casualmente sostuve una conversación acerca del concepto de la reputación. Hubo un tiempo en que las reputaciones sólo podían ser buenas o malas, y cuando la reputación de una persona quedaba arruinada —debido a una bancarrota, por ejemplo, o por el rumor de que su esposa le estaba siendo infiel—, podía llegar al extremo de suicidarse o cometer un crimen de pasión. Naturalmente, todos aspiraban a tener una buena reputación.
Desde hace un tiempo, sin embargo, el énfasis en la reputación ha cedido su lugar a un énfasis en la notoriedad. Lo que importa es ser “reconocido” por los compañeros —no reconocido en el sentido de estima o de premios, sino en el sentido más banal de que, cuando uno es visto en la calle, pueden decir “¡Miren, es él!”—.
La clave radica en ser visto por mucha gente, y la mejor forma de hacer eso es aparecer en televisión. No es necesario ser un ganador del Premio Nobel o un primer ministro; todo lo que uno tiene que hacer es confesar en un programa de televisión que su compañera lo ha traicionado.
En Italia, cuando menos, los primeros héroes de este género fueron esos idiotas que acostumbraban colocarse detrás del entrevistado y saludaban a las cámaras. Esto quizá los haya ayudado a ser reconocidos la noche siguiente en un bar (“¡Te vi en la televisión!”), pero tal fama no duraba mucho.
De forma que gradualmente fue aceptado que, para poder hacer apariciones frecuentes y prominentes, era necesario hacer cosas que en épocas pasadas hubieran arruinado la reputación de una persona. No es que la gente no aspire ya a tener una buena reputación, sino que es bastante difícil adquirirla; una persona tendría que realizar un acto de heroísmo, ganar algún premio literario importante o dedicar toda su vida a cuidar de leprosos.
Cosas así no están al alcance de la mayoría de la gente. Es más fácil convertirse en un sujeto de interés popular —especialmente de la variedad más mórbida— mediante el recurso de acostarse con una celebridad o ser acusado de un fraude.
No estoy bromeando. Como prueba, observe el aire orgulloso del extorsionador o del bribón barato de barrio que aparece en la televisión después de ser aprehendido. Esos momentos de exposición y notoriedad bien valen un poco de tiempo en la cárcel, y es por eso que el bribón casi siempre está sonriendo.
Han pasado décadas desde el tiempo en que la vida de una persona quedaba arruinada porque era exhibida sujeta por unas esposas.
Este es el tipo de cosas de las que hablamos en el evento de La Reppublica, respecto de la reputación.
Justo al día siguiente di con un largo artículo en la prensa intitulado “Pérdida de la vergüenza” —un comentario acerca de diversos libros con títulos como Vergüenza: la metamorfosis de una emoción y Sin vergüenza—. Así que al parecer la pérdida de la vergüenza está presente en diversas reflexiones sobre las costumbres modernas.
Ahora bien, este deseo frenético de ser visto —y de obtener notoriedad al precio que sea, incluso si significa hacer algo que antes era considerado vergonzoso— ¿brota de la pérdida de la vergüenza o es lo opuesto? ¿Se ha perdido nuestro sentido de la vergüenza porque actualmente es más importante ser visto, aunque eso signifique caer en desgracia?
Me inclino hacia la segunda hipótesis. Es tanto el valor que se da a ser visto, y a convertirse en tema de conversación, que la gente está dispuesta a abandonar lo que antes era llamado decencia (no digamos ya la protección de la propia privacidad).
El autor de Pérdida de la vergüenza también menciona otra señal de desvergüenza. Muchas personas hablan en voz alta por sus teléfonos celulares en el tren, informando a todos de sus asuntos privados —el tipo de información que antes se susurraba, no se transmitía—. No es que la gente no se dé cuenta de que otros pueden escucharlos, lo que los haría simplemente gente sin educación, sino que subconscientemente quieren ser oídos, incluso si sus asuntos privados son bastante insignificantes. Pero, qué vamos a hacer: no todo el mundo puede tener asuntos privados importantes, así que quizás es suficiente con ser visto y oído.
He leído que algún movimiento eclesiástico está promoviendo un retorno a la confesión pública. Tienen cierta razón: ¿qué tiene de divertido revelar tu vergüenza a un solo confesor cuando se puede estar hablando a las masas?

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